Cuentan que cuando un silencio aparecía entre dos
era que pasaba un ángel que les robaba la voz.
(Ángel para un final, Silvio Rodríguez)
Se conocieron aquella noche, rodeados gente amistosa y alegre que festejaba un cumpleaños. Se miraron y talvez se reconocieron en seguida, pero sintieron miedo de confesar tamaño descubrimiento, tamaña invención. Se asustaron de tantas ganas despertadas de improviso.
Compartían una coincidencia extraña: sin saberlo, ninguno de los dos había participado nunca de algún encuentro con aquellas personas, en cierta forma, eran “los nuevos”. Él le ofreció un trago y ella aceptó. Se quedaron juntos, pero no revueltos. Rodeados de todos esos amigos, que pasada cierta hora, a ella le daban la impresión de ser miles.
Durante toda esa noche se buscaron con los ojos y, a veces, se encontraron. Tramaban en silencio un juego desconocido por ambos.
Algo pasó. Se quebró un vaso de cristal y todos los trozos se fueron a la basura, junto con las lágrimas y los suspiros del pasado. Terminaron definitivamente con los malos recuerdos.
Definitiva y momentáneamente.
Se buscaban con los ojos y con los pies. Se buscaban con las manos.
Él le susurró al oído; ella decidió terminar con la infinita timidez: se mordió los labios, parpadeó diez veces, contó hasta cien de dos en dos, subió las escaleras y entró con él al baño.
El humo de la marihuana entró por sus gargantas en un haz de luz transparente, volvieron a mirar cada uno en los ojos del otro. Él se apoyó en la pared y apagó la luz. En un choque violento se encontraron labios, lenguas y almas.
Manos entrelazadas, manos perdidas entre las poleras, manos que se deshacían por tocar, manos que creaban. Se tocaron, se reconocieron infinitamente. Se besaron sin vergüenza, se miraron en la oscuridad y pequeñez de ese baño. Algo de él llagaba hasta ella; algo de ella estaba alrededor de él. No alcanzaron a estar uno dentro de la otra, pero no importó. Algo de ella llegaba hasta él, algo de él estaba alrededor de ella.
Salieron avergonzados del baño. Vergüenza de niños que se comen un dulce a escondidas, vergüenza de adultos que se quieren a pesar de los años y los fracasos.
Se miraron una ultima vez a los ojos, antes de bajar las escaleras.
Ella recuperó la timidez y la compostura, él decidió perderse en sus ideas y volver a la jocosidad de siempre. Regresaron donde todos: mirando sin cuidado se perdieron en la espesura de ese mundo habitado por todas esas personas que de repente se transformaban en desconocidos.
No volvieron a juntar sus manos, ni a buscarse con los ojos o con los pies.
La mirada de ella se volvió taciturna, sus labios silenciosos. Decidió ir a dormir.
- Nunca me dejo llevar por mis impulsos -, pensó ella con un poco de rabia, con una pizca de remordimiento.
Él la miró partir, sin consuelo ni desconsuelo, sin pena ni gloria, simplemente la vio alejarse y perderse en la oscuridad de esa noche, que de a poco a él se le tornaba más oscura e impenetrable. Sintió un poco de rabia, una pizca de remordimiento,
No lograban entender las dimensiones de aquel encuentro casual en el que escaseaban las palabras y sobraban las miradas. La rabia y el remordimiento respondían sólo a la ignorancia de ambos: no eran sus impulsos los que la llevaron a aquel baño, no existía nada, lo que los guió, lo que los llevó a esos besos y caricias fue el ángel que creaban estando juntos, el ángel que les robaba la voz.